sábado, 18 de febrero de 2012

Monólogo sobre el tango

Me preguntas por qué me gusta tanto el tanto y, la verdad, es que no puedo contestarte. No es que no quiera, no puedo. Es que no me gusta, no, no me gusta el tango, al tango lo amo y el amor no soporta explicaciones. Te podría decir que te amo, porque jamás he escuchado una voz más bella en las mañanas, o porque tus pasos golpean la tierra con tal fuerza que me hacen  pensar que en ti hay un volcancillo dormido. Pero, eso no es cierto. Si te lo dijera, te mentiría. Te amaría así estuvieras en una silla de ruedas, así nunca pudiera escucharte, así jamás estuvieras cerca. No se ama lo que es, sino lo que ha sido, lo que fue, lo que será, lo que no se sabe, lo que deja una invisible presencia.
Así que amo el tango, porque nació oscuro, de los sueños de libertad de los esclavos, de los bailes de tambor de los negros. Lo amo, porque el más antiguo que se conserva, el entrerriano, fue compuesto por Mendizábal, un afroporteño. Pero eso no es cierto, porque el tango ahora no tiene tambores, y ya no se baila soñando la libertad o renegando del destierro.  Aunque, tal vez sí lo sea, porque el tango sigue siendo oscuro, como la noche que “son tus besos, amor mío, perdidos más allá de la ciudad,” o como el empedrado sobre el que rodó un lagrimón de Le Pera. Y porque es oscuro es alegre, feliz, porque solo cuando no hay estrellas podemos confrontarnos y saber quiénes somos, y bailar a nuestro propio ritmo, entonces la felicidad no es de los demás, es nuestra.
¿Ya vés? Me preguntás por qué me gusta el tango y no sé lo que digo. Es que estás aquí y te miro, y la oscuridad no existe, pero no te vayas, “No me esquivés tus ojos, que me ocultás el cielo/ no me negués tus labios, que no puedo soñar.” Pero a quién hablo, la noche está oscura, no hay luz, nunca estarás jamás cerca y yo, no veo otra opción que sentarme y escuchar un tango.

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